El escritor en pausa

Foto por: Mauricio Atencia

Entrevista publicada en la edición #42 del Periódico Contexto

Entrevista a Héctor Abad Faciolince realizada en marzo de 2014. Por: Juan Pablo López / @_Hedonista_

 Entro a la oficina de Héctor Abad que es más bien un cubículo de cinco metros de ancho por tres de largo. Me recibe Luz Dary Galeano, su secretaria, y me dice que el señor Héctor está como “atrasadito”, que lo espere un momento. 15 minutos después de silencios, entra con paso apresurado el escritor que detesta hablar de su propia obra. Saluda con mayor ligereza e ingresa a la parte de su despacho en donde ya lo esperaba otra persona. Hablan aproximadamente 10 minutos. Intento con ahínco escuchar de qué departen a través de las paredes, pero solo concluyo que aquel hombre le estaba haciendo algún tipo de propuesta. Sale con un semblante indescifrable y de inmediato la señora Galeano me hace pasar. Apenas atravieso la puerta, su mirada, que entre afable pero exigente se camufla, me embiste haciendo tambalear mi pose de seguridad.

¿Usted siente que le falta mucho por leer?

Afortunadamente sí. No solamente de libros que ya se escribieron, sino de libros que se van a escribir… Yo sé que se van a producir muchísimas maravillas, en literatura, en ciencias…

¿Qué es lo esperanzador? ¿No coincide con ese imaginario colectivo que hay en el arte, en donde se piensa que ya todo está hecho?

No, para nada, no tenemos ni idea. No sabemos qué nos depara el futuro. Van a haber cosas nuevas y absolutamente extraordinarias que a nosotros no se nos habían ocurrido y nos van a llevar a pensar “cómo es que no habíamos pensado esto”. Lo esperanzador es que nunca en la historia del mundo había tanta gente produciendo libros, produciendo conocimiento.

¿Un libro puede influir terriblemente en la vida de alguien?

Sí. Un libro es una conversación con otra persona. Es una plática muy detallada y precisa sobre otros temas con otro ser que sabe sobre esos temas. Así como hay personas que influyen sobre nuestras vidas y decisiones más íntimas e importantes, un libro también puede llegar a ser un accidente tan importante como el de perder una pierna. Definitivamente un libro lo puede llevar a uno a tomar decisiones drásticas en la vida, tanto que la pueden cambiar por completo.

¿Qué textos le sugeriría como imperativos a estudiantes de periodismo antes de graduarse?

[Silencio prolongado] A mí no me gustan los imperativos, pero sí me parece imperativo que los estudiantes de periodismo aprendan inglés y lean los grandes reportajes del latín de nuestros días. Los textos del New Yorker, del Washington Post, del New York Times, del The Guardian… Y no para escribir en inglés, sino para saber qué se hace en el latín de ahora.

¿En el 2013, narró una novela a través de trinos, ¿ha soñado con una forma multimedial distinta, innovadora e interactiva para presentar literatura?

Yo creo que allí hay unas posibilidades nuevas que yo no fui capaz de explorar hasta el fondo. No me gusta quedarme atrás, ni envejecerme con las herramientas tradicionales que aprendí. Mi mamá ha sido siempre un ejemplo para mantener la mente activa, esa mente que se maravilla con las invenciones de cada década. Hay que conservar una mente juvenil para estudiar las nuevas herramientas y así adaptar su arte a ellas. Yo intenté hacerlo en Twitter con el arte en el que me he especializado, que es la narración y la literatura y no me funcionó… Fue un fracaso, pero lo intenté y no estoy arrepentido.

¿El abrumador flujo digital, y el afán por la inmediatez de los medios está matando al periodismo duro de investigación?

Pues no, al revés. Los medios ya no pueden competir con el entorno digital, se tienen que dar por vencidos. La noticia o primicia la va dar Twitter antes que la radio, la televisión o el periódico. Es por ello que los medios tienen que tratar de fortalecerse en otras cosas, precisamente más en la investigación, en el reportaje en profundidad, en revelar lo que lo inmediato no puede revelar. Entonces los medios de comunicación sensatos que se dan cuenta cómo está funcionando el mundo, le tienen que apuntar a la investigación.

¿Cómo considera que está el periodismo en Colombia, a la luz de los avances y las tendencias tecnológicas, pero también a la luz del negocio mismo de los medios como entretenimiento y de la noticia como parte de la industria?

Colombia es un país grande. No es el país pobre que nos enseñaron de niños, así la plata esté muy mal repartida. Lo que se produce en Colombia es como Colombia, un país intermedio. Es la tercera economía de América Latina, se disputa el cuarto lugar con Argentina. Yo creo que la economía es un buen diagnóstico de lo que se produce en periodismo y cultura. Yo diría que el periodismo de Colombia es el tercero o cuarto de América Latina. Usted es columnista dominical, ¿ejercer la opinión lo hace a uno inmediatamente periodista?

Es el tipo de periodismo que yo más he venido ejerciendo, que tiene periodicidad. Para mí la columna es un género especial que se podría llamar un “ensayo breve” que se publica en la prensa. Es un género literario con antecedentes importantes en Colombia. García Márquez se formó escribiendo “La Jirafa” en Barranquilla. Así se llamaba su columna que salía dos o tres veces por semana y que a él le dio algo que también hay que tener, y es una mano entrenada para escribir rápidamente lo que a uno se le ocurra.

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Vigía del Fuerte: el municipio más pobre de Antioquia

A pesar de ser un adalid de recursos naturales, es el único del departamento que no tiene interconexión eléctrica y sus habitantes viven sin ninguna necesidad básica satisfecha.

Foto por:

Reportaje publicado en el Periódico Contexto de la UPB (2013).

 

Por: Juan Pablo López Molano y Natalia Andrea Calderón Ruiz…

Este pueblo del Urabá antioqueño con costumbres chocoanas, está localizado a orillas del Atrato Medio, un corredor vial con salida a los océanos Atlántico y Pacífico y a la República de Panamá, razón por la cual es de interés para grupos al margen de la ley. Desde 1983, cuando Vigía del Fuerte se erigió como municipio, conviven allí afrocolombianos e indígenas embera, que hoy, tras 200 años de la independencia de Antioquia, subsisten aún sin alcantarillado, un acueducto dañado y  solo 12 horas de energía eléctrica.

El municipio se localiza en el Pacífico colombiano: una zona húmeda y selvática en la que sus pobladores se mueven indistintamente de un lugar a otro. Antioqueños y chocoanos se bañan en el mismo río, separados por tan solo 282 metros. Desde la cabecera municipal de Vigía se divisa Bojayá, un pueblo del Chocó con el cual comparte una historia de abandono estatal.

A pesar de la ubicación estratégica, “a Vigía del Fuerte le hace falta todo, pues lo que tiene, está a medias: cuando hay un médico, entonces no hay medicinas”, afirma Eliodoro Roa, habitante del municipio desde hace 30 años. En este pueblo, de 1.780 Km2 de extensión, se vive especialmente de la pesca, el cultivo del plátano, el maíz, el arroz y algunos árboles frutales, como el borojó. “Es el pueblo más pobre en el sentido que no tiene aún interconexión; pero no en su gente, porque tienen sus dos manitos para trabajar”, asegura la alcaldesa del lugar, Miryamdel Carmen Serna Martínez.

En realidad existen dos Vigía del Fuerte, la viva y la muerta, la que tiene luz y la que no. A las 12 del día una planta de energía alimentada por ACPM le devuelve la vida a un pueblo que muere 12 horas después, cuando le cortan  puntualmente el suministro. La Vigía de la mañana es oscura y lluviosa, de noticias radiales emitidas desde Quibdó; pero después de las 12 en punto del medio día no pasan más de diez segundos para que la champeta, el vallenato y las novelas de la tarde aturdan las pocas calles del casco urbano.

Arribar al municipio no es fácil. La llegada del pavimento a Vigía sería como la llegada del hielo a Macondo: no hay vías terrestres, por consiguiente, ni carros ni motos. Para entrar al lugar hay que armarse de valor y aterrizar en una pista de pasto y tierra, u optar por la vía fluvial que se demora entre tres y cuatro horas en panga, una lancha impulsada por motores 150 V6 de Yamaha para 10 personas. Le meten hasta 18. Sigue leyendo

El cuarteto del sexo

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Por: Juliana Londoño

Lorena conoce tanto su cuerpo que es capaz de sentir un orgasmo en un minuto, Andrea ni siquiera lo ha vivido, Andrés dice que es mejor el sexo con hombres y Anita no sabe con cuántos lo ha hecho. Cuatro maneras diferentes de vivir la sexualidad.

(Los nombres fueron cambiados a petición de las fuentes)

 Soy adicta al sexo

Era fin de semana, estaba en Bogotá. Nunca lo había hecho con una mujer, le ofrecieron hacer una orgía y aceptó. Se fueron para el apartamento de uno de los ellos, eran cuatro: una mujer y dos hombres.

Ese día se dio cuenta que una mujer lograba excitarla pero con un hombre sentía más. Se acostó un rato a descansar y vio que la caja de cien condones que habían comprado estaba casi vacía. Había sido una noche de las buenas.

A sus quince, conoció lo que es para ella la mejor sensación física: un orgasmo. Desde ese momento han pasado ocho años y por su cuerpo más de diez hombres. Ya perdió la cuenta y tampoco le interesa saberlo.
“Me puedo volver adicta al sexo y como cualquier adicción es mala pero ésta se convierte en algo denigrante y más para una mujer”, cuenta Lorena Hoyos.

Casi todos sus recuerdos sobre sexo están llenos de risas. Para ella es el 70% en una relación y a sus 18 años estuvo a punto de convertirse en ninfómana.

Conoció a un hombre que le encantó. Intercambiaron teléfonos y a los quince días, Lorena ya tenía en su lista a uno más.  Sus pensamientos hacia él, siempre terminaban en sexo.

Se lo imaginaba desnudo en su cama y buscaba la manera de hacerlo realidad.

Por las noches no era capaz de dormir y a las cinco de la mañana ya estaba vestida (con ropa de gimnasio porque le decía a su mamá que iba a hacer deporte). Se iba para el apartamento de él, que vivía solo, y lo despertaba con una única razón: tener sexo. Poco o nada le importaba algo más.

Lo hacían ocho veces al día, todos los días y en cualquier lugar. Para ella, no había sitio malo.

Una noche lo hicieron por la Superior. Y justo cuando Lorena estaba perdida en las sensaciones, con los ojos idos por el placer alcanzó a ver a un policía tocándole la ventana. Ni se inmutó, siguió hasta que quiso… Hasta hoy.

“No consentirás pensamientos ni deseos impuros”

 Son las 9 p.m., suena la alarma avisando que ya es hora. Tómesela. Tiene que ser puntual y juiciosa porque sino…

Andrea Jaramillo saca de su billetera las pastillas y se toma una.

Ya no recuerda cuándo fue la primera vez que lo hizo, fue hace más de seis años cuando todavía pensaba en llegar virgen al matrimonio.

Hoy se las sigue tomando. Tiene 21 años, lleva cuatro con su novio. Todavía existe la posibilidad de que su primera vez sea en la luna de miel: es virgen.

Hace poco estuvo donde una psicóloga para que la ayudara con su problema: tiene un bloqueo mental. Cada que empieza con el famoso juego de la seducción, pre-coito, siente que va a quedar en embarazo.

E-m-b-a-r-a-z-a-d-a. Esas diez letras empiezan a trabajar su cerebro y la frenan. No es capaz de hacer nada; se pone fría, se pasma, se escandaliza y ve cómo su mente se desconecta y sale corriendo.

Su cuerpo sigue ahí, en la cama. Sin camisa, sin top. Su mente está en París, la ciudad donde se quiere ir a estudiar y que con un “muchachito a bordo” como dice ella, no podría.

A veces prefiere pensar como antes pero cree que la presión social la modificó.“Tampoco soy de palo, yo siento y creo que el sexo es el punto máximo de una relación después de pasar por muchas etapas y yo ya pasé por todas”, dice Andrea.

Pero pese a todo, sigue cumpliendo el sexto mandamiento de la religión católica: No cometerás actos impuros.

“Les prometo que soy heterosexual”

Se bajó los pantalones y dejó que su amigo lo tocara. No se sintió raro ni mal. Pero tampoco bien. Apenas tenía diez años, estaba en cuarto de primaria y lo único que le preocupaba es que en un mes hacía la Primera Comunión y le tendría que confesar al padre que él, siendo hombre, se había dejado tocar por otro hombre. Sigue leyendo

Apología a la lentitud

Esta vez no hay introducción, simplemente, es un texto hermoso.

Por: Juan Diego Loaiza

Cada vez siento con mayor urgencia la necesidad de tomar a la gente que conozco, y a la que no, ya sea por la ropa, en su defecto, por el pelo, y obligarlos a bajar la velocidad. Por alguna razón siento que la vida se me escurre entre las manos; siento los días más cortos, los años como semanas y el reflejo del espejo me devuelve la mirada de un adolescente que no sabe cuándo se volvió adulto, y la del adulto que teme la llegada silenciosa de la ancianidad sin aviso alguno.

Hace poco, dando una clase, le hablaba a mis alumnos sobre la sensación que tenía en la infancia del paso del tiempo; se que solo fueron percepciones infantiles, quizás por lo aburridor del colegio donde estudié, quizás por la ausencia de la tecnología que hoy tenemos en todas partes, de la lentitud con la que pasaban los años. Recuerdo que las vacaciones de junio eran tan largas que a uno le daban ganas de volver a estudiar. Recuerdo los primeros amores en lo que se tardaba un montón en poder conseguir un beso, y ni que hablar para poder tocar una “tetica”. Recuerdo el disfrute mismo del ocio en la lentitud.

Digo esto porque, de una u otra manera, ese concepto esta devaluado, transgredido, malinterpretado, condenado a los anaqueles de lo antiguo o incluso del insulto; nadie quiere el internet más lento, el carro más lento, o ser el más “lento”. Ahora todo está condicionado por velocidades que se salen del parámetro de lo humano; se nos exige movernos a un ritmo que nos obliga llegar a una meta sin poder contemplar el paisaje, que nos impide detenernos para observar lo que sucede: comer una hamburguesa desabrida con rapidez y desocupar el puesto; hacer visitas sin sentarse; hacer el amor con los pantalones en las rodillas.

A quien lea esto le pregunto: ¿Hace cuánto tiempo no se ha detenido en la mitad de la calle a mirar la luna? ¿Hace cuánto no ha caminado, despacio, bajo la lluvia? ¿Hace cuánto no ha dedicado una tarde entera a recorrer con los dedos, con la luz del sol en decadencia, la espalda de la persona que ama sin pensar en nada más que en esa llanura de piel tibia?

No soy tan ingenuo como para renegar de las ventajas del progreso, pero quiero dejar en claro que la velocidad no es un bien en sí mismo, sino simplemente una consecuencia de un movimiento involuntario del hombre. Quiero dejar en claro que soy un agente de la lentitud, del disfrute y la contemplación; de la pausa y el ocio, del masticar despacio y tomarse una cerveza en medio día de trabajo; de salirse de clase para conversar con el del aseo y para el balón en la mitad de la cancha, como el pibe Valderrama, y bajarle el ritmo al partido (no todos somos Messi, ni el fútbol es tan rápido).

Milán Kundera lo dijo alguna vez: la velocidad conduce al olvido. En verdad espero llegar al final de mis días y tener algo que recordar.

La alegría

Dinhos

Por: Juan Pablo López

En una tarde de 1995 llamaron a la “alegría”, al “dientón” lo convocaron para que jugara en las divisiones menores del Gremio. Solo dos años después, estaba firmando su primer contrato como profesional en el equipo de Porto Alegre.

Decía entonces que había llegado la “alegría”. Mentí. Ronaldinho Gaucho fue el que le hizo un llamado de emergencia al fútbol mundial, recordándonos que éste se jugaba con la pelota, domándola, acariciándola como a nadie, ridiculizando al rival, pero siempre con ella, con la “redonda”.

Nació célebremente en Porto Alegre, tuvo su adolescencia en el París Saint Germain, pero maduró rotundamente en el equipo Blaugrana. Allí enalteció su personalidad, la cual hacía expresa en el terreno de juego. No existió un partido en el que su sonrisa no sé robara un par de planos que en realidad le correspondían a sus insolencias con el balón.

A la “Verde amarella” también llevó la infección de la diversión con la “bocha”. En el 2002 fue campeón del mundo en Corea y Japón, y previamente ya había sido un hito en las categorías juveniles.

17 de noviembre del 2005, noche memorable en la que el Bernabeu aplaudió a Ronaldinho. Así fue, la máxima forma del brasileño llegó esa noche en la que los hinchas de su rival acérrimo, el Real Madrid, se levantaron de sus asientos después del segundo gol para aplaudir alegría, para aceptar con aparente utópica humildad, al fenómeno que tenían en frente, al mago de la “espaldinha” y la versión mejorada de la “elástica” de Garrincha.

Ese mismo año (2005) ganó la máxima distinción futbolística: El Balón de oro. Después del 2006 bajó un poco su forma pero esa es otra historia que no viene a lugar, porque Ronaldinho fue más que momentos, fue más que todos los títulos que ganó y seguirá ganando por un par de años más. Él es el anticristo de los catenachos, el que te rompe cualquier esquema, la negación de la táctica. “Dinho”, como lo llaman de cariño, es la piedra angular de lo que siempre debió ser el fútbol.

Solo basta con googlear su nombre para ver los miles de videos editados con sus jugadas, con sus gambetas, con su penetración sutil a la red. Un control de la pelota exquisita, visión del juego milimétrica, siendo coherente con el “10” que siempre portó en su espalda. Rara vez ese número le quedó grande, pero como bien decía, fue más que un jugador que le aportó a los equipos en los que militó, él sin duda alguna, le hizo un aporte invaluable a los que amamos correr tras un balón; patrimonio histórico de la humanidad, vos “dientón risueño”.

Yo no quiero pasar por insolente. Mucho fútbol me ha faltado ver en la vida, pero siempre he dicho algo, y es que Ronaldinho quizá no esté cerca de entrar en un top tres de los mejores de todos los tiempos, pero sin duda alguna, Ronaldo De Assis Moreira es el jugador qué más alegría le dio al fútbol en su historia.

Twitter: iHedonismo

Gracias por tanto «dientón», y perdona tan diezmado alavo que se te hace.

La insoportable levedad del ser religioso

Hedonismo en párrafos es un blog que se preocupa mucho por la responsabilidad social, y esta vez quisimos brindarles una lectura pertinente para estas fechas santas. Tan solo esperamos que no tengan una resu-erección al desglosar los párrafos que leerán a continuación, a cargo de un docente que de ahora en adelante enaltecerá esta romántica publicación esporádica.

Por: Juan Diego Loaiza

No me considero un hombre particularmente creyente. Siempre he creído que  la fe es un asunto individual, en el que cada quien expresa su sentimiento para sí mismo, sin la necesidad de seguir ningún tipo de dogma que lo ate a comportamientos definidos. La idea del pecado me parece absurda, y toda la parafernalia que adorna la Iglesia la he entendido como adornos de oropel en una corona de lata.

No recuerdo la última vez que un sermón en alguna misa logro conmoverme; a las que he ido (casi siempre por obligación) solo he escuchado las mismas palabra, los mismos lugares comunes que usan los sacerdotes para mantener algún tipo de interés en su feligresía: metáforas gastadas sobre la muerte y la resurrección, imágenes confusas sobre el Cristo histórico y el dios eternamente caritativo, chistes flojos, y una absoluta ausencia de sentido común. Lo curioso de todo el asunto es que, como todo, el proyecto del cristianismo está tomando el rumbo que, quizás sin saberlo, el propio Darwin predijo: la evolución como adaptación a un entorno.

Hace poco, hablando con un sacerdote, me decía que la Iglesia estaba impelida a adaptarse a los tiempos modernos, cambiando su forma sin alterar el trasfondo. Me hablaba del nuevo individuo contemporáneo y de las nuevas maneras de la fe; de las necesidades básicas de la espiritualidad, y de cómo era obligatorio que la institución religiosa se vistiera con ropas nuevas.

Por eso me pareció tan divertido estar caminando el fin de semana pasado por un centro comercial y encontrarme, en medio de almacenes y restaurantes, una cantidad de gente oyendo la misa dominical. Estuve un buen rato observando y tratando de oír (la voz del sacerdote se confundía con un conjunto que tocaba rock en español en otra ala del centro comercial), y entendí, con lujo de detalles, lo que el cura me había dicho el otro día. Vi a una congregación de fieles blanditos escuchar las palabras de su salvador mientras miraban de reojo el valor de los tenis que iban a comprar después de la comunión; vi a unas señoras muy puestas y dignas estar perfectamente sintonizadas con la homilía mientras la retransmitían, punto por punto, por su teléfono celular (quizás por Twitter o WhatsApp, no alcance a ver la aplicación); vi a los hombres más piadosos de Medellín bajar su cabeza contritos y arrepentidos para verle de una mejor manera el culo a la señorita del frente que fue a la santa misa con unos pantaloncitos cortos y deliciosos; vi a los niños más hermosos de la tierra aprender a ser mejores cristianos correteándose entre las macetas de flores artificiales comiendo dulces y gritando, y a sus madres dichosas y complacidas, observarlos mientras conversaban sobre sus reales problemas humanos: cómo hacer para bajar de peso, la dificultad para conseguir una buena señora del servicio, y el lugar de las vacaciones de semana santa.

Fue un espectáculo hermoso y conmovedor. Creo que no me había divertido así en mucho tiempo. Cuando era pequeño la misa estaba mediada solo por el temor de faltar y el tedio de asistir, matizado por el olor del barniz de las bancas y el tono monocorde del cura mientras hablaba, que mas incitaba al sueño que a la reflexión. Hoy la misa tiene el olor dulce de las crispetas, mujeres hermosas, vitrinas de cristal, y un redentor que se viste de Converse y Lacoste.

Los Contrastes de Bolívar

 
Por: Juan Pablo López
 

La estatua ecuestre del Libertador está ubicada en el centro del parque del barrio Villanueva. Tallada por el italiano Giovanni Anderlini y fundida por Eugenio Macaggnani, la escultura de Bolívar le da nombre e historia a este parque gris y sumiso. Sus calles aledañas también fueron bautizadas en honor a los triunfos y naciones liberadas por el Prócer. Venezuela, Perú, Ecuador, Bolivia, La Paz y Caracas o la carrera Junín -nombre de una batalla luchada por Simón Bolívar- que desemboca en el sur del Parque y que se convierten en el anticipo del tipo de comercio que se va a presentar en el rectángulo del contraste.

Floristerías enteras en toldos diminutos, almacenes de hierbas ancestrales, los desayunaderos y restaurantes típicos de la zona céntrica de Medellín, la discoteca en la esquina nororiente del Parque y tiendas inmensas en donde se distribuyen licores casi que inexistentes para cualquier lúcido; pero lo más relevante del comercio son aquellos sujetos que no necesitan de un establecimiento para distribuir, vender u ofrecer lo suyo, como el artista que realiza figuras inimaginables con simples y fríos alambres de cobre, los emboladores que tienen sus propios puestos en la cabeza de Junín, cuenteros, teatreros o el músico que se parquea en el sector centro oriente desde tempranas horas de la mañana. Víctor, el músico, es codiciado por otros viejos jóvenes que le piden que toque su guitarra violada -una cantidad inimaginable de veces- y les cante boleros ya empolvados. Los vendedores de tinto se distribuyen el espacio por esquinas, a diferencia de los toldos con puro fin publicitario donados por la Alcaldía de Medellín, repartidos a lo largo y ancho del Parque, para hacer notar que la Alcaldía «obra con amor».

 Los españoles cuando arribaron al continente americano, calificaron fuertemente a los nativos como indígenas: animales sin alma. No me explico cómo esta etimología pudo tener tanta rimbombancia, ya que afectó al habitante de la calle contemporáneo, ganándose su título de indigente.

El «Flaco», que por cierto no tiene nada de animal, es uno de ellos; acusado por doble homicidio culposo, aceptó cargos y pagó 8 de los 16 años que le habían impuesto originalmente en «Bellavista social club» afirmó el «Flaco» con ironía. Él, cansado de tanto hospital y cárcel, decidió dedicarse a lo que denomina como «humillarse», pidiendo plata para poder saciar las puñaladas en su estómago. El «Flaco» era el que manejaba la distribución de drogas en el Parque del Libertador. «Lo tenía todo» según él, hasta que por envidias y tanto «éxito» tuvo que esquivar varias balas en el sector sur occidente del rectángulo, pero en un ocaso lo apuñalaron 18 veces en su espalda. Por simple ley natural él cobró venganza por su cuenta y cometió el pecado no confesado en la catedral. Su trabajo era relativamente sencillo, tenía varias pintas o gregarios a su disposición. Cuando pusieron el CAI ubicado en el sur oriente del Parque en 1990 no fue un impedimento para que el «Flaco» ejerciera su labor. Con aproximadamente 30.000 pesos compraba a los policías, para poder trabajar tranquilamente, y hasta le brindaban un poco de protección y camaradería. Después de sus 8 años de condena, el «Flaco» retomó su libertad con un miedo interno absoluto, sentimiento irónico e inexplicable por lo que significa volver a la libertad, pero para él era volver a estar en la mira de ciertos personajes que no lo llevaban «en la buena».

El trabajo del habitante de calle consiste en un discurso que varía dependiendo del horario de comida que se aproxime. Hay unos que están resignados y parecen estar conformes con lo que atribuyen a la sociedad, otros que pareciera respiraran por inercia y otros, creyentes en su dios interno como el «Flaco», que espera paciente y educadamente, que el Señor les brinde una oportunidad de empleo digna para salir de la calle.

 En 1888 se empezó a construir la imponente Catedral Metropolitana que se ubica en la parte norte. Alta y amplia, la construcción de ladrillos es un claro ejemplo del templo católico cristiano por excelencia que aún conserva su estado original. Adornado por varias estatuas y esculturas de santos, de la Virgen María y, obviamente, de Jesucristo representando el pecado original de la humanidad pagado en la cruz. La iglesia posee una reliquia histórica para los amantes de las antigüedades y es el órgano que está ubicado a lo alto de los campanares de la Catedral. Más o menos a unos seis pisos de altura, a las afueras de la iglesia, se encuentra la fuente de bronce traída desde Nueva York en el año de 1900, la cual adorna la escultura de la Garza, que le dio hace algún tiempo un ambiente familiar al lugar; contiguo también con los árboles que rodean los 165 metros de largo por 63 metros de ancho que tiene el Simón Bolívar.

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